25 dic 2011

Do They Know It's Christmas?

Los trámites vehiculares (y todos sabemos, como dice un amigo, que Kafka es una nena comparado con la SETRAVI) me obligaron a visitar Parque Delta pocos días antes de Navidad. Aunque no soy un visitante recurrente de los centros comerciales, de alguna forma les tenía cierto cariño: Todo adolescente veracruzano tuvo una relación especial con Plaza Américas; en esa ciudad que encarna el aburrimiento cuando tienes 15 años, aquel centro comercial se convirtió en el sitio paradigmático de nuestra adolescencia. Ahí muchos tuvieron su primer beso, su primer contacto íntimo en lugares públicos, su primera desilusión (algunos tuvieron todo el mismo día) y por supuesto todos pasamos incontables horas de tedio sabatino dando vueltas a esa plaza: aún recuerdo muchas tardes que se antojaban infinitas viendo la avenida Ruiz Cortines, los hoteles y el mar desde la entrada del Sanborns. Nuestros primeros contactos con el amor y el aburrimiento insufrible estuvieron rodeados del olor artificial del aire acondicionado y el detergente industrial que hacía aún más blanco el piso.

Cuando llegué al DF y durante mi estancia en el heróico CCH Sur continué una costumbre que empecé en Veracruz y afortunandamente ya no conservo: pasar horas en el MixUp contemplando discos que jamás compraría y escuchando las últimas novedades hasta el cansancio. La soledad para mí es una tienda de discos donde siempre sales con las manos vacías. Igualmente adquirí la inconveniente idea de que contemplar algo es igual de fructífero que poseerlo. Tanto en Perisur como en Plaza Américas era conocido por los empleados del MixUp y más de una vez les pareció motivo de celebración que yo comprara algo. Sin duda compartía su alegría.

Desde entonces pensé en los centros comerciales como en sitios idóneos para la dispersión; un refugio casi zen donde uno se olvidaba de todo siguiendo el hipnótico brillo de los aparadores y las lecturas gratuitas en la sección de revistas del Sanborns. Los centros comerciales hasta hace poco me parecían lugares extrañamente agradables aunque casi nunca pusiera un pie en ellos. Todo cambió repentinamente esta semana.

Parque Delta, de entrada, es un lugar que no debería existir. Siempre que paso junto a esa plaza (y es seguido pues un querido amigo vive enfrente) pienso en el desaparecido parque de béisbol del IMSS donde algún par de veces vi partidos olvidables de ligas menores (porque el béisbol es otra encomiable forma de la dispersión). Mi padre, por su lado, conserva recuerdos nada agradables de ese sitio adyacente al Viaducto: si algo recuerda del terremoto del 85 es ese estadio de béisbol lleno de cadáveres. Ese hecho revela una triste certidumbre: todo lugar que fue construido para albergar la alegría pública puede servir eficientemente para reunir la tragedia generalizada. Al entrar a Parque Delta, luego de media hora de buscar estacionamiento (el Santo Grial de los capitalinos), noté que aún conserva la forma de un estadio: me es inevitable recordar unas gradas inexistentes en esos pasillos que desde un helicóptero se ven como una "L". Ante el estacionamiento lleno situado donde antes estaba la cancha del estadio preferí no recordar los temblores.

La Navidad es la forma más alegre de la histeria y la neurosis. A pesar de que aún faltaban algunos días para la Nochebuena, en Parque Delta ya se respiraba el inconfundible aire del pánico decembrino. Aunque no acudí a esa plaza a hacer compras decembrinas mi preocupación no era menor: yo iba motivado por el kafkiano pánico de los trámites vehiculares. Aún así me sentí fuera de lugar. Además del boleto de estacionamiento, no compartía nada con los visitantes de la plaza aquel día. La felicidad que es directamente proporcional a la deuda en las tarjetas de crédito me pone particularmente de mal humor. Pertenezco a esa clase de neuróticos que detestan la alegria ajena y plástica. Para colmo el mal humor exterior me tranquiliza. En esta epoca del año recibo una soreestimulación equivalente a pasarse con las pastillas para dormir y con el café. Abrigado por una taquicardia mental recorrí aquellos pasillos llenos de gente feliz buscando un módulo de Finanzas de DF que supuse inexistente. Di tres vueltas a la plaza sin éxito. En un lugar que se asume como el aleph de las mercancias no hallar lo que quieres es el peor pecado posible: casi al final de mi tercera vuelta me di cuenta que los vigilantes del lugar me veían sospechosamente: iba solo, sucio, con una barba inconfundiblemente árabe, y ese peinado que sólo pueden confeccionar las almohadas. De haber traído mis audífonos al menos hubiera pasado como un normal estudiante de Letras.

Me refugié en el MixUp donde recuperé mi ritual de ver discos que no compraré. Me encontré con el desolador firmamento de las rebajas y el nulo presupuesto. No podría entrar al grupo de los compradores histéricos pero felices aunque quisiera. Más desolador aún fue ver que en el MixUp ya no puedes escuchar música; las máquinas donde se exhibían las novedades habían desaparecido. Toque fondo al descubrir que en MixUp ya no venden música: apenas tres aparadores resguardaban ese joven cadáver que es el CD. En la magra sección de alternativo un padre joven y su hijo delinearon el ánimo de la época: el padre cogía ávidamente discos mientras su hijo preguntaba dónde estaban los Ipods. La siguiente pregunta tuvo proporciones trágicas: "¿para qué compras discos?" Nadie tenía la respuesta.

Busqué un disco: Total de New Order y Joy Division. Como todas las cosas ese día, no lo encontré. Me enojé por no poder realizar ese íntimo ritual mío: Por supuesto no iba a comprar ese disco, pero estaba dispuesto a contemplarlo largos minutos con devoción. Me dije a mí mismo que era mejor no continuar ese ritual: conformarse con ver lo que no puedes poseer ha definido mi relación con los discos, los libros, las personas. Incluso, como una extraña versión del Síndrome de Bergerac, acostumbro a regalar justo aquellos libros y discos que no tengo y me muero por tener. Ante la ausencia de Total en los aparadores me quedó claro que ya era tiempo de abandonar esa mala costumbre.

Di una vuelta más por la Plaza seguro de ser vigilado por las cámaras de vigilancia. Los vigilantes me miraban con recelo sin saber que pensaba lo mismo que ellos: yo no debía estar allí. Buscando ese módulo inexistente de Finanzas identifiqué otros tres tipos de visitantes que, al igual que yo, se sentían infelices en medio de tanta felicidad:
1) Los niños que saben que saldrán sin un juguete nuevo en las manos.
2) Los matrimonios jóvenes que sienten que están accediendo a una vida que en cierto modo desprecian: la vida inexorablemente adulta y aburrida: de pronto la rutina de ser ser "joven señor" y "joven señora" anula la posibilidad de pasar unas navidades jóvenes y disfrutables.
Y 3) Los ancianos fatalistas que esperan no ser visitados por la muerte en ese recinto.
Me identifiqué en su desgracia con los tres grupos de visitantes insatisfechos.

En esa plaza, donde si no comprabas de forma histérica eras un paria, recordé una impecable frase de O'Gorman: La Navidad es la venganza de los mercaderes por haber sido expulsados del templo. Porque sí, la Navidad para los no creyentes casi siempre se reduce a recibir los calcetines que no deseas, dormitar en la mesa sin saber si es por el pavo o la conversación, soportar el mal humor de los familiares porque sabes que es su forma más sincera de expresar cariño y dejar que aflore tu neurosis porque la felicidad artificial te repugna. También la Navidad a veces parece ceñirse únicamente a las compras apocalípticas, el tránsito insolente y los adornos que atentan contra la ecología y, peor aún, el buen gusto. Entre tantas envolturas, embotellamientos y tarjetas sobregiradas es inevitable preguntarse si alguien ya se dio cuenta de que es Navidad: ¿alguien ya se dio cuenta que estamos celebrando algo o sólo sufrimos gratuitamente?

Para no quedar antes los demás como malhumorados sin remedio, los no creyentes incluso recurren a las conmemoraciones laicas y alternativas: el natalicio de Newton, el natalicio de Mario Santiago Papasquiaro y el fallecimiento de Xavier Villaurrutia. Cuando se trata de darle sentido al sufrimiento decembrino cualquier motivo parece justo.

De mis navidades me quedo con los poemas de Brodsky, las sinceras felicitaciones, una canción de Lennon, la canción de Band Aid 20 (porque ahí tocan juntos McCartney y Radiohead), la comida que preparan mis seres queridos y el ánimo de celebrar que pasamos otro año casi ilesos. A todo eso agregaría la íntima tranquilidad que otorga el saber que la Navidad es sólo una vez al año.


2 comentarios:

Diego Isla dijo...

Has descrito a la perfección la esencia de ser adolescente en Veracruz.

edegortari dijo...

Jajaja, no sea si sea halagador lo que dices porque tú y yo sabemos que ser adolescente en Veracruz es terrible. Saludos.