13 dic 2011

8.8 El miedo en el espejo de Juan Villoro

Esta reseña se publicó hace tiempo en El Horizontal.

A propósito del terremoto de Japón, Heriberto Yépez lanzó hace poco una pregunta en su columna semanal: ¿Cómo narrar la catástrofe? ¿Es posible utilizar las palabras para nombrar la destrucción? ¿Es posible hacerlo bien? Menciono lo dicho por Yépez, más que para aventurar una respuesta, para valorar el reto que fue para Juan Villoro escribir sobre su experiencia durante el terremoto de Chile.

¿Por dónde empezar?, habrá pensado el cronista, ¿por su relación con Chile, su experiencia en el 85, los minutos que duró el temblor? El cronista elige: lo mejor es empezar por las piyamas. ¿Por qué las piyamas? Porque fue lo primero en lo que autor reparó al salir del hotel aquella noche telúrica, en el uniforme nocturno de sus compañeros.

¿Y luego? ¿Qué más se puede decir de un terremoto que movió el eje de la Tierra, la duración de los días? Se pueden decir muchas cosas, pero lo mejor es sugerirlas. El terror absolutamente real se puede escribir mejor no diciéndolo, sino mencionando, mejor, aquello que lo acompaña, lo que lo presagia, lo que sigue después. Por eso Juan Villoro abunda en las coincidencias, en las premoniciones y en los recuerdos que todo mexicano alberga sobre el movimiento de la Tierra. Igualmente aborda la cronología de su visita al país del sur: su trabajo lo llevó a un encuentro de literatura infantil; la tierra tembló una madrugada mientras dormía en el hotel; pasado el temblor, el gobierno mexicano fue incompetente para repatriar a tiempo a los mexicanos. Pero también escribe sobre las preocupaciones inmediatas, las llamadas telefónicas al otro hemisferio del mundo, un cuento alemán escrito hace cien años sobre un temblor en Chile y, por supuesto, sobre la sorpresa de salir vivo.

Importa en el libro lo que dice el autor, pero también es fundamental lo que no dice. Villoro, que desde siempre usa versos de Velarde en sus textos para ahondar en cualquier situación, curiosamente, en este libro no menciona la ausencia más obvia: “El sueño de los guantes negros”. No usa aquel poema cuya importancia mayor se debe a sus ausencias porque 8.8 El miedo en el espejo es su propio “sueño de los guantes negros”. Conforme pasan las páginas, parece que Villoro se guarda las cosas, las retiene, o de plano las esconde; sucesos, opiniones que uno espera oír y nunca son proferidas; a veces incluso la puntuación escapa, se extravía. Tarde o temprano uno entiende: están ahí, en lo que no está escrito.

No obstante, 8.8 El miedo en el espejo es uno de los libros más personales de Villoro: en él nos acompañan su familia, sus amigos de toda la vida, su forma de dormir, su experiencia con los temblores, su infancia, sus colegas, las historias que le contaron, las que vivió, las que leyó y, claro, las piyamas. Nos acompaña en el libro también un truco que Villoro aprendió traduciendo a Lichtenberg: el aforismo. En más de una ocasión se leen sentencias que resumen toda una experiencia telúrica. Una de las frases más contundentes de todo el libro es aquella que se lee en el separador que acompaña el volumen: “Los mexicanos tenemos un sismógrafo en el alma”.

Aquel lector que nació en donde se juntan placas tectónicas se verá en este libro: se trata de un libro-espejo, y por eso importa lo que no se dice: lo que se ve no se juzga.

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