Como se habrán enterado en las noticias, el Heroico Río Magdalena (el único vivo en esta ciudad que no lo merece y que sirvió de inspiración a Juventino Rosas para crear el "Vals sobre las olas") ayer cometió la irresponsabilidad de desbordarse en varios puntos de su recorrido. 22 coches perdidos, además de calles y casas inundadas.
Como algunos de ustedes sabrán, tengo la dicha de vivir cerca de su cauce. Como supondrán he tenido problemas por ello. Durante esta época de lluvias en cuatro ocasiones, mientras llovía, el agua intentó adueñarse de la casa abriéndose camino por las coladeras. Era agua blanca, fluvial; olía mal, pero sólo eso. Tímida, sin decisión para adentrarse en los cuartos, controlarla era relativamente fácil. Cansado, oloroso, lento, pero fácil. Sin mayor tragedia. Su último intento sucedió ayer, la encontramos en la coladera del baño. Fue controlada sin complicaciones.
Hoy en la mañana me despertó un grito de mi primo. Pensé que era alguna de esas cosas mínimas que sólo puede expresar gritando: "!ven, gané equis partido del FIFA¡", "!Mira el gol que acabo de meter!,"¡un alacrán!", "¡no hay papel!". Me equivoqué. Al parecer se despertó y acudió al baño aún somnoliento. Mientras orinaba el agua de la taza le pareció más turbia que de costumbre, más espesa, más rápida, más café. "¿Debería ir al urólogo?", pensó confundido. Luego una fuente brotante, un geiser en mi baño. Luego en las coladeras, en todas partes. Cuando abrí la puerta de mi cuarto un río de agua de caño, café, espesa, rápida y olorosa, entraba audazmente a la casa como un ejército victorioso. Después de varios intentos fallidos en versión fluvial, tan de guerra de guerrillas como cobardes, el agua al fin mostró su carácter incontrolable, indomable y, sobre todo, indiferente a lo que encuentra a su paso.
Una revolución se gestaba en la casa y yo apenas alcancé a ponerme los tenis que uso en estas ocasiones: altos, sucios, dignos a morir en la batalla por el equilibrio de las fueras naturales: sólo los uso cuando mansamente se inunda la casa o cuando limpio algo meriotorio de la mugre. Mi primo no corrió la misma suerte: descalzo, a su alcance unicamente encontró las patas de una cama sin cama. Eran tres, y, en un extraño vals, iba colocando frente a él (sobre las olas) la tercera pata, daba un paso y delante ponía, con ayuda de un palo de escoba, la pata rezagada y así sucesivamente. Pasé indiferente a su lado; él apenas había descubierto el sistema de rodillos cuando yo gozaba la tecnología de las altas y secas suelas de hule.
El agua lo cubrió todo. Había que ocuparse en el resguardo de la población privilegiada: sacar las guitarras, el amplificador, los libros en mi cuarto (en especial aquella primera edición de Morirás lejos de José Emilio Pacheco), la ropa para ese día, las películas, la tarea. Heroicamente la mujer que nos ayuda en el aseo (de menos la tragedia ocurrió el día en que nos visita) sacaba el agua con una escoba. Entre escobasos y el vals de zancos circenses tomé dinero, el celular, las llaves y así, en pillama, a llamarle a mi madre; uno debe informar con tiempo al gobierno federal de las catástrofes caseras.
Horas más tarde el agua había cedido. Pero todo seguía mojado, todo seguía oliendo a mierda. El hedor fue (y sigue siendo) invencible ante el embate del clorox, el pinol y el trapeador. Sólo quedó tirar a la basura las bajas, deshacerse de aquellos objetos que tuvieron la mala suerte de estar donde el agua y su fluir insurgente. Horas más tarde las quejas en la delegación, en la comisión de agua y saneamiento. Prometieron venir mañana para desasolvar, cuando debieron venir hace meses a controlar la rebelión latente.
He aquí que me encuentro en el piso de mi madre, derrotado, sin poder acudir a mi sotano en cuarentena. El olor es insoportable, nauseabundo. Veo las noticias, los coches que el río se llevó, las casas que inundó. Mis tragedias son menores y eso me reconforta en cierto modo -aunque no dejo de sentirme mal por aquellos que sí sufren el agua en este momento. Una alfombra podrida, la baja más importante. Mi primo, con es innata sabiduría popular, exclamó en los peores momentos, cuando afirmé que todo se había ido a la mierda, "no todo se fue a la mierda; la mierda se fue a todo".
Disfruto la sequedad a mis anchas en este momento, disfruto la humedad si se me antoja, como debe de ser o como queremos que sea para nosotros que vivimos donde hubo un lago, donde la naturaleza siente que sigue un lago vivo. Y esto afecta incluso a los que habitamos los cerros: "Me valen las lluvias: vivo en una subida", decía antes con tanta confianza que me avergüenza. Sin embargo, com dije, mis tragedias son menores; algunos perdieron el coche, otros la casa. No tengo nada de qué qujarme. Bueno, sí, puedo quejarme del olor. Porque, como escribió Pacheco en su genial último libro, todo se va como la lluvia. Pero ah cómo apesta a mierda cuando se larga.
Como algunos de ustedes sabrán, tengo la dicha de vivir cerca de su cauce. Como supondrán he tenido problemas por ello. Durante esta época de lluvias en cuatro ocasiones, mientras llovía, el agua intentó adueñarse de la casa abriéndose camino por las coladeras. Era agua blanca, fluvial; olía mal, pero sólo eso. Tímida, sin decisión para adentrarse en los cuartos, controlarla era relativamente fácil. Cansado, oloroso, lento, pero fácil. Sin mayor tragedia. Su último intento sucedió ayer, la encontramos en la coladera del baño. Fue controlada sin complicaciones.
Hoy en la mañana me despertó un grito de mi primo. Pensé que era alguna de esas cosas mínimas que sólo puede expresar gritando: "!ven, gané equis partido del FIFA¡", "!Mira el gol que acabo de meter!,"¡un alacrán!", "¡no hay papel!". Me equivoqué. Al parecer se despertó y acudió al baño aún somnoliento. Mientras orinaba el agua de la taza le pareció más turbia que de costumbre, más espesa, más rápida, más café. "¿Debería ir al urólogo?", pensó confundido. Luego una fuente brotante, un geiser en mi baño. Luego en las coladeras, en todas partes. Cuando abrí la puerta de mi cuarto un río de agua de caño, café, espesa, rápida y olorosa, entraba audazmente a la casa como un ejército victorioso. Después de varios intentos fallidos en versión fluvial, tan de guerra de guerrillas como cobardes, el agua al fin mostró su carácter incontrolable, indomable y, sobre todo, indiferente a lo que encuentra a su paso.
Una revolución se gestaba en la casa y yo apenas alcancé a ponerme los tenis que uso en estas ocasiones: altos, sucios, dignos a morir en la batalla por el equilibrio de las fueras naturales: sólo los uso cuando mansamente se inunda la casa o cuando limpio algo meriotorio de la mugre. Mi primo no corrió la misma suerte: descalzo, a su alcance unicamente encontró las patas de una cama sin cama. Eran tres, y, en un extraño vals, iba colocando frente a él (sobre las olas) la tercera pata, daba un paso y delante ponía, con ayuda de un palo de escoba, la pata rezagada y así sucesivamente. Pasé indiferente a su lado; él apenas había descubierto el sistema de rodillos cuando yo gozaba la tecnología de las altas y secas suelas de hule.
El agua lo cubrió todo. Había que ocuparse en el resguardo de la población privilegiada: sacar las guitarras, el amplificador, los libros en mi cuarto (en especial aquella primera edición de Morirás lejos de José Emilio Pacheco), la ropa para ese día, las películas, la tarea. Heroicamente la mujer que nos ayuda en el aseo (de menos la tragedia ocurrió el día en que nos visita) sacaba el agua con una escoba. Entre escobasos y el vals de zancos circenses tomé dinero, el celular, las llaves y así, en pillama, a llamarle a mi madre; uno debe informar con tiempo al gobierno federal de las catástrofes caseras.
Horas más tarde el agua había cedido. Pero todo seguía mojado, todo seguía oliendo a mierda. El hedor fue (y sigue siendo) invencible ante el embate del clorox, el pinol y el trapeador. Sólo quedó tirar a la basura las bajas, deshacerse de aquellos objetos que tuvieron la mala suerte de estar donde el agua y su fluir insurgente. Horas más tarde las quejas en la delegación, en la comisión de agua y saneamiento. Prometieron venir mañana para desasolvar, cuando debieron venir hace meses a controlar la rebelión latente.
He aquí que me encuentro en el piso de mi madre, derrotado, sin poder acudir a mi sotano en cuarentena. El olor es insoportable, nauseabundo. Veo las noticias, los coches que el río se llevó, las casas que inundó. Mis tragedias son menores y eso me reconforta en cierto modo -aunque no dejo de sentirme mal por aquellos que sí sufren el agua en este momento. Una alfombra podrida, la baja más importante. Mi primo, con es innata sabiduría popular, exclamó en los peores momentos, cuando afirmé que todo se había ido a la mierda, "no todo se fue a la mierda; la mierda se fue a todo".
Disfruto la sequedad a mis anchas en este momento, disfruto la humedad si se me antoja, como debe de ser o como queremos que sea para nosotros que vivimos donde hubo un lago, donde la naturaleza siente que sigue un lago vivo. Y esto afecta incluso a los que habitamos los cerros: "Me valen las lluvias: vivo en una subida", decía antes con tanta confianza que me avergüenza. Sin embargo, com dije, mis tragedias son menores; algunos perdieron el coche, otros la casa. No tengo nada de qué qujarme. Bueno, sí, puedo quejarme del olor. Porque, como escribió Pacheco en su genial último libro, todo se va como la lluvia. Pero ah cómo apesta a mierda cuando se larga.