Este texto apareció en el número 176 de Tierra Adentro
La Navidad de 1998 trajo
consigo un cartucho de Nintendo 64: The
Legend of Zelda: Ocarina of Time. Como cientos de miles de niños ese año,
me dediqué la totalidad de las vacaciones a habitar la tierra de Hyrule, ese sitio
medievalizado donde Link, el protagonista del juego, recibe de manos de la
princesa Zelda una encomienda: evitar que Ganondorf (malhechor ejemplar) se
apodere de la Trifuerza (un artefacto simbólico capaz de otorgar infinitos poderes);
Link, en resumen, recibe la misión de salvar el mundo. Pocas historias me han
cimbrado tanto como la búsqueda de Link (cruzando calabozos y páramos
encantados, viajando a través del tiempo gracias a una ocarina) por un remedio que
detenga la amenaza que representa Ganondorf.
En aquel entonces jamás noté diferencia alguna entre
jugar Zelda y leer El Quijote (en una versión “para niños”,
claro). Aunque el medio fuera diferente, el valor de la experiencia era el
mismo; entre el territorio de la Mancha y las planicies de Hyrule acaso la
única diferencia sustancial era que el personaje principal de Zelda, de alguna forma, era yo: antes de
empezar el juego uno debía poner su nombre y asumir el rol protagónico del
relato. Como en los libros de Elige tu propia
historia, la continuidad de la trama, a través de los distintos niveles del
juego, se sujetaba a mis decisiones; que Link derrotara a sus enemigos o
muriera en el intento dependía únicamente de mi propia pericia, mis infinitos
lances y la ayuda (siempre misericordiosa) que proveía la revista Club Nintendo. Poco me hubiera importado
que alguien me dijera que los videojuegos era menos valiosos que la lectura, y
de haber sido así le hubiera exigido que antes de juzgar al Nintendo, intentara
jugar Zelda y, sobre todo, que intentara
terminarlo exitosamente.
El videojuego es, a todas luces, un artefacto quijotesco:
si el Quijote representa, en palabras de Juan Villoro, al “lector radical” que
se propone vivir las historias que lee en cuanto cierra el libro, en el
videojuego uno vive la historia al mismo tiempo que ésta sucede. Esta condición
de interactividad y simultaneidad no opera en detrimento de la literatura, al
contrario: habla de lo que ésta es capaz de lograr en el lector: Zelda me enseñó que un buen libro debe
ser, antes que nada, vivible.
Aquellos que crecimos entre videojuegos, cómics, libros,
caricaturas y películas poco nos preocupamos por si el contenido de un
videojuego era igual de trascendente que el contenido de un libro: nos bastaba
encender la consola y jugar para comprobar en el acto que aquello que sucedía
en la Mancha era tan importante como lo que sucedía en Hyrule. El tiempo nos ha
dado un poco de razón: cada nueva versión de Zelda no sólo es una pasarela de mejoras tecnológicas que permiten
un sonido más fiel y unos gráficos más detallados; también es un nueva
ramificación en una historia épica que ha tenido tantos giros cervantinos que
incluso un crítico de videojuegos, Zach Potts, se dio a la tarea de jugar los 16
títulos de la saga para después escribir la cronología definitiva de la
historia. Si bien en realidad Zelda
sigue a grandes rasgos la formula que Joseph Campbell utilizara para analizar
el relato épico, ante ese hallazgo de 56 páginas que redactó Potts los que
jugamos aquel juego desde niños de
pronto descubrimos que nuestras impresiones de infancia tenían un motivo: el
videojuego es una disciplina artística.
Como todo
arte joven, el videojuego se nutre de los discursos de otras disciplinas para
confeccionar uno propio: Así como el cine empezó siendo “teatro grabado” antes
de generar una técnica que lo distinguiera, el videojuego hurtó algunos
procedimientos de la literatura, el cine y los juegos de mesa (particularmente
los juegos de rol) para después inventar sus propios recursos (por medio de la
crítica, principalmente).
En la medida en que el videojuego ha utilizado eficazmente
técnicas ajenas y ha elaborado otras suyas, se ha ganado un espacio propio
dentro de la lista de disciplinas artísticas. De la misma forma en que el cine
se independizó del teatro, el videojuego ahora puede tutear sin temor al resto
de las artes. Al operar en el tiempo, es hermano directo de la literatura y el
cine, pero está lejos de ser meramente una versión interactiva de estas artes. Aunque
la interactividad parezca el rasgo esencial del videojuego, bien mirado, toda
obra de arte es interactiva: para ser apreciado satisfactoriamente, un poema
exige del lector tanto como un calabozo de Zelda
exige del jugador si éste quiere pasar al siguiente nivel: la diferencia está
en cómo trabaja la interactividad en el juego de video: El sistema de
recompensas donde uno debe pasar pruebas, acumular puntajes y resolver
acertijos es una de las características del videojuego que empieza a influir en
otras artes: la magia de Scott Pilgrim,
por poner un simple ejemplo, yace en revelarnos la vida cotidiana como una
singular épica que se mide bajo los parámetros de Mario Bros. Por otro lado, aunque depende de las acciones del
jugador, el discurso narrativo en Zelda
se enriquece con las palabras, la música y las imágenes; la experiencia
estética radica en la naturaleza híbrida del juego, donde todas estas
herramientas se unen para crear un objeto artístico único e indivisible.
Entender las similitudes entre un arte y otro obliga a
apreciar las diferencias: el videojuego adquiere validez al convertirse en un
medio unívoco para contar una historia: La vida de Link podría ser relatada
igualmente en un libro o en una película pero el resultado no sería el mismo. Es
decir, una disciplina artística es importante en la medida en que sólo ella
puede transmitir de cierta forma un mensaje: Nos acercamos a un poema por
aquello que sólo pueden decir las palabras; al cine, por aquello que sólo
pueden relatar las imágenes en movimiento; jugamos un videojuego por aquello
que sólo puede contarse apretando los botones del control como si en eso, casi
literalmente, se nos fuera la vida; o al menos, la vida del personaje.
Si para Gadamer la función principal del arte es abstraer
al receptor de su realidad para luego volcarlo sobre ella, en mi caso puedo confesar
que, durante un mes de mi infancia, me olvidé de mi vida para habitar los
paisajes de Zelda, y después de ese
mes ya no pude entender mi vida sino a través de lo que había aprendido en
Hyrule. Para otros no habrá más misión que “el arte por el arte”; desde esa
perspectiva diría que hace poco jugué Zelda:
The Twilight Princess, un título para Wii que, por la calidad de la música,
sus gráficos y el modo de juego, me ha otorgado tanto placer como cualquier
gran libro.
Más allá de las explicaciones teóricas y las
disertaciones sobre la importancia o no que deba acreditarse a un objeto
artístico, se encuentra la experiencia del usuario como juez definitivo: “Cada
cual debe producir por su cuenta las ciencias y las artes que necesita”, se lee
en “Utopía de un hombre que está cansado” de Borges: La mejor forma de
reconocer la categoría artística de un videojuego es jugándolo. Acaso este
texto sirva para que alguien se acerque a una consola (esa versión ultra
moderna del retablo de Maese Pedro) y se atreva a que le narren una historia al
mismo tiempo que la protagoniza.
Para mí The Legend of Zelda: Ocarina of Time es
un clásico personal por la misma razón que El
Quijote es un clásico universal: ese juego aún tiene mucho que decirme:
mientras tú lees esto, muy probablemente yo estaré metido un mes en Hyrule
asumiendo que soy un jugador radical y que no puedo entender mi vida sino como
es la vida según Zelda.
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