(Hace un año escribí este ensayo para un libro, editado por la Cineteca Nacional, de escritores jóvenes escribiendo sobre sus películas favoritas. Me informan que el libro al fin se editó y por ello me permito compartir este texto.)
Las grandes películas se distinguen (como los grandes libros, como
las grandes canciones) por ser más de lo que aparentan; por contener más de lo
dicen contener. Algunas obras, incluso, tiene el atrevimiento de parecer que le
hablan exclusivamente a uno. Scott Pilgrim vs. The World pertenece a
esta última categoría.
Mi relación con
ella es especial desde nuestro primer encuentro. Llegué a esa película por
casualidad. El azar intervino de forma prodigiosa: no fui parte de las hordas
de fans del comic original que esperaban la película con ansias; tampoco acudí
aquel fatídico 5 de noviembre del 2010 al cine (ni en las semanas siguientes)
en que se estrenó la película en México, al mismo tiempo que la reedición de mi
otra película favorita, Volver al futuro. Scott Pilgrim llegó a
mí de un modo más simple pero especial: si de algo soy fanático es de dos
cosas: los videojuegos y Radiohead. Fue suficiente que leyera en algún blog que
la película “parecía” un videojuego y que la banda sonora estaba compuesta por
Nigel Goodrich (eterno productor y prácticamente sexto miembro de Radiohead)
para que tuviera que ver esa película de inmediato. Por desgracia algunas
epifanías llegan tarde: eran las cuatro de la mañana cuando leí aquel blog y no
me sentí dispuesto a asaltar el Blockbuster. Tuve que verla, muy a mi pesar, en
la computadora y con un terrible doblaje al castellano.
A pesar del sueño y
de mi proverbialmente lenta conexión a Internet, fue una de las experiencias
más conmovedoras que he tenido como cinéfilo. En la soledad de mi cuarto no me
fue difícil suponer que ese largometraje lo habían hecho con el fin de yo lo
viera esa madrugada. Desde que la película empezó con esa peculiar cortina de
presentación de Universal (y fue peculiar porque, claro, semejaba un videojuego
de 8 bits) hasta los créditos finales, supe que Scott Pilgrim estaba
reafirmando muchas de las convicciones que tengo sobre el arte, como si de
pronto me dijeran “puede que al fin de cuentas sí tengas razón en algunas
cosas”; o mejor aún: “tal vez no tengas razón, pero este es tu camino”. Al igual
que esa forma del amor que embellece a las personas y te hace apreciar hasta sus
defectos, mi entusiasmo por Scott Pilgrim tal vez nuble mi juicio: qué
puedo decir: estoy enamorado.
Después de ver la
película en Internet di un paso que pocos usuarios de Megavideo dan: compre la
película apenas abrió la tienda más cercana. Lo que siguió fue obvio: volví a
verla. Dos veces. Acaso hasta ese momento pude poner en orden los motivos por
los cuales me había enamorado. Porque si algo sabía es que Scott Pilgrim
contenía más de lo que decía contener. No era sólo una comedia romántica; la historia
de Scott, un bajista de 22 años que se enamora de Ramona Flowers (una chica
sumamente misteriosa y atractiva) y que debe luchar contra sus siete malvados
ex-novios en un duelo a muerte. Tampoco se trataba de los Sex Bo-Bomb, la banda
de Scott con la cual me identifiqué de inmediato en sus angustias propias de
músico frustrado (porque soy un músico semi-frustrado). Ni siquiera se trataba
del soundtrack que incluye a Frank Black (de los Pixies), Broken Social Scene,
Beck y, claro, Nigel Goodrich. Menos aún se trataba simplemente de unos cuantos
guiños a juegos clásicos de Nintendo como Zelda. O, más bien, se trata
justamente de todo eso porque tengo la edad del protagonista, una banda de
azotea y un gusto enfermizo por la música y por Zelda: se trataba de cómo esas
obras artísticas (incluyendo las virtuales) han dirigido mi vida a niveles
insospechados.
Empezaría por el
Nintendo. Scott Pilgrim sobresale por ser narrada como un videojuego,
incluyendo las decisiones que debe tomar un usuario y la siempre emocionante
pantalla que dice continue? Scott, por ejemplo, se enfrenta a cada ex de
Ramona de la misma forma que en Street Fighter: hace combos, poderes
especiales y, muerto el contrincante, gana unas monedas como premio. También le
acompañan los sonidos incidentales como apoyo narrativo: en algún encuentro con
Ramona (la chica de sus sueños, literalmente) suena la misma melodía que cuando
Link, el personaje principal de Zelda, llega a un santuario. La película se
apropia a tal grado del discurso narrativo de un juego que incluso, en un
momento fundamental, recurre al epifánico aprendizaje que todo videojugador
tiene después de morir en la pantalla del televisor: ahora sé que debo hacer
para no morir de nuevo, para no equivocarme de nuevo: ahora tengo la respuesta.
Scott encuentra la respuesta, sí, pero se lamenta por el momento en que llega
la sabiduría: “sé qué debo hacer ahora y sería genial de no ser porque estoy
muerto”. Acaso esa es la más envidiable característica de los juegos de video
en comparación con la vida: en ellos siempre hay un botón que dice reset:
siempre puedes empezar otra vez.
Sin embargo lo
deslumbrante no es que Scott Pilgrim se apropie de las formas narrativas
de los videojuegos; lo deslumbrante es que los juegos de aventuras sacaron sus
métodos de otro arte: la literatura: La forma clásica de un juego de aventuras
es la de una épica. He ahí donde mi relación con Scott Pilgrim se volvió
profunda: mi pasión por la música, los videojuegos, el cine y la literatura
está marcada por una obsesión: guiarme por las cosas que tienen en común tan
distintas expresiones, en vez de las diferencias. La estrecha relación entre la
poesía y la música siempre ha sido una de mis convicciones o, más precisamente,
uno de mis defectos. Scott Pilgrim me dio el empujoncito necesario para
ver una conexión similar entre los videojuegos y la literatura. Parafraseando
el apotegma borgiano de que “todo afecta todo” diría, guiado por mi entusiasmo,
que “todo influye en todo”.
El otro punto
central es la música. Como dije, Scott es bajista. Dentro de la película
pareciera que el rock es sólo el ruido de fondo, el nombre de un grupo en la
playera, un pretexto para invitar a una chica a salir y un trabajo que, para
cualquier padre sensato, no es un trabajo, al menos no un redituable. Pero el
todo es más que la suma de las partes y si en algo me identifiqué con Scott y
sus amigos fue en la terca devoción que profesan por la música: tanto para
ellos como para mí el rock supera la categoría de gusto: es un estilo de vida.
Es la razón por la cual Scott vive en un lugar que dista de ser bello y
espacioso (de hecho, duerme en la misma cama que su roommate) y no fue a
la universidad, porque un día, que no aparece en la película, decidió que no
quería vivir de otra forma; y esa es la misma razón por la cual yo decidí
escribir y estudiar literatura, porque un día descubrí que las letras de
Radiohead eran poemas.
El rock es el común
denominador de los personajes de Scott Pilgrim: su vestimenta, las
fiestas a las que acuden y su forma de relacionarse con los otros está dirigida
por ese género musical que, como las grandes películas, es mucho más de lo que
parece ser. Ahora bien, esto no elude sus defectos: en la película conviven las
virtudes de la música con sus deformaciones; como por ejemplo la frivolidad de
la industria musical, retratada en Gideon (el maléfico productor y ex de
Ramona) y la estupidez de los “conocedores” que tienen la gracia que afirmar
que “el primer disco de esa banda es mejor que el primer disco de esa misma
banda”.
Pero antes que el
arte, las vestimentas y el Nintendo está el amor: ese sentimiento que mueve a
uno a escribir poemas, hacer canciones, bañarse y vestirse adecuadamente y
dejar de perder el tiempo con la más reciente edición de FIFA; ese sentimiento
que lleva a Scott a pelear, ay, contra el mundo: porque su mundo es Ramona
Flowers. ¿No pelearías contra el mundo por el mundo que te pertenece? ¿No
seguirías esa historia de peleas y contrincantes por ese letrero que dice continue?
al cual quieres responder que sí?
No todos tenemos, por fortuna, que derrotar
en duelo a muerte a las parejas pasadas
de cada nueva persona que conocemos. Sin embargo todos tenemos, desde Aquiles y
el Quijote hasta Scott Pilgrim y el que esto escribe, que luchar por nuestras
causas y necesidades todo el tiempo. Aunque no haya letreros que indican el
inicio del round en curso contra el mal de nuestra existencia, esas batallas
están ahí: son ineludibles. Cada uno debe luchar por su propia princesa Zelda o
su onírica Ramona Flowers: las finanzas, las enfermedades, el hartazgo de la
rutina son peleas que uno libra a diario. Si un muchacho flaco y desgarbado
como Scott protagonizó una épica y no una comedia romántica, cada uno de
nosotros también protagoniza una épica diaria y no importa si no estamos al
tanto de nuestra historia: está ahí y alrededor de eso giran nuestra acciones.
El porqué pelear a veces es lo de menos: al final Scott entiende que lo hace
por él mismo y entonces pasa de ostentar “el poder del amor” a “el poder del
auto-respeto”: en todo caso, cada batalla es por nosotros mismos.
En torno a esa
conciencia de lucha gira mi aprecio por Scott Pilgrim: tengo 22 años,
una guitarra, unos poemas y, como en la película, debo luchar por mi personal
versión de Ramona Flowers (que puede no sólo tratarse de una chica, sino
también de ideales, de finanzas y enfermedades y hasta de bañarse diario). No
necesito un guión de película con un personaje que lleva mi nombre para saber que
soy parte de una película, una épica, un videojuego, una canción, cuyo
personaje principal lleva mi nombre. Eso entendí, además de teorías y
convicciones artísticas, con Scott Pilgrim vs. The World porque así como
las grandes obras contienen más de lo que dicen contener (y muchas veces
contienen lo que está afuera: el mundo) las vidas simples, cursis, mundanas,
son más que lo que dicen ser: son películas, poemas, videojuegos y canciones.
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